Reloj ¿qué cuentas? ¿El
tiempo? Tu sonido monótono y tu parsimonia solo detallan el homogéneo latir de
un transcurso etéreo y banal, únicamente marcas un paso estéril que el hombre
creó para indicar un origen o, quizás, un fin.
El tiempo es insustancial
y libre, caprichoso sin igual, avanza lento o se apresura, es relativo en su
caminar. Se detiene en un suspiro o en un beso y en un recuerdo vuelve atrás, te
proclama que fue mejor en un pasado, aunque te alienta a continuar hacia el
futuro.
Ponemos medida a un
compás o un verso, pero la música y la poesía son algo inmaterial, la métrica
los acompaña, como el reloj al tiempo; sí, es cierto, pero una melodía y un
poema son, como la vida misma, amantes de la libertad.
Y el tiempo sigue su
avance impasible, al ritmo descontrolado que marcan unas manecillas irracionales
guiadas por su péndulo anacrónico. Y nosotros avanzamos en una vida,
hipotéticamente temporizada ante las obligaciones, pero desnuda y atemporal en
sí misma, como en el amor.
El reloj de una pared
cronometra, agonizante, el paso de nuestro tiempo; mide el presente y se dirige
al futuro, no le importa el pasado. Marcó nuestro principio y marcará nuestro
final, mas nunca habrá podido determinar nuestra alegría, nuestra tristeza, ni
el ritmo del tiempo en que hemos vivido, ni las veces que se detuvo nuestro
transcurso, ni los retornos de nuestra mente, ni siquiera la duración real de
nuestra existencia, porque ese ritmo, esos lapsos inmóviles en que contuvimos la
respiración y esos recuerdos que nos trasladaron a un lugar pretérito, son
inmedibles salvo para nuestros corazones.
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