Era de noche, El
Jardinero, así llamaban a José Joaquín, acaba de escapar del calabozo donde se
encontraba preso, se acerca al pueblo por un camino que lo bordea, a duras
penas salta una pared de piedras, coge una trocha hasta llegar al corral de Ana
Rosario, a la que conocían como La Costurera, y entra en la casa. Viene herido
en un hombro, enlodado de barro y húmedo ya que tuvo que cruzar el cenagal de
una charca cuando era perseguido, después de haber sido disparado. Ana Rosario
lo desviste, lo lava, le cura la herida y lo esconde en el doblado de la casa,
detrás de unos muebles viejos sobre un jergón relleno de paja, para que pueda
descansar.
Por la mañana, el eco de
un tango argentino con aires de bulería que resuena en la radio entra por la
ventana y despierta a José Joaquín. Sigiloso, ladea la vieja cortina y se asoma
a la ventana que da al corralón y en el brocal del pozo ve a Ana Rosario, que
se percata y sube corriendo. Le dice que se tiene que ir, que lo están
buscando. Corría el año 1939. El Jardinero había escapado cuando aguardaba a
que lo llevaran al paredón de fusilamiento que hay junto al cementerio. Por
esta vez, había sorteado a la muerte, corrió mejor suerte que tres de sus compañeros,
los cuales sí fueron asesinados y que yacerán ya enterrados en alguna fosa
común.
José Joaquín pertenecía
al Partido Anarquista, estaba afiliado a la CNT y había luchado en el Frente
Popular en Madrid. De allí huyó, junto a dos paisanos suyos y lograron escapar
de un campo de concentración donde ejecutaban a presos políticos afines al
Frente. Un campo de concentración del cual les dijo un alguacil mientras les
apretaba los grilletes, que solo había una puerta de entrada, en la que se
encontraban, y otra de salida, señalando a la chimenea del crematorio. Allí
estuvieron presos tres meses, obligados a realizar trabajos forzados, picando
granito de sol a sol, atados a una piedra con un alambre de espinos puesto
sobre sus hombros.
Su vida, que siempre había
estado al servicio de la gente, corría serio peligro. Sus ideales políticos y
su involucración en la lucha contra el franquismo le hacían ser una de las
personas más buscadas, por el régimen, en la provincia de Sevilla. Se le quería
vivo o muerto.
José Joaquín decidió irse
a la sierra durante un tiempo con algunos compañeros Rojos muy conocidos por la
zona. Se hospedaba en chozas alejadas de carriles y veredas, en cuevas o
casillas abandonadas fuera de zonas colindantes a caminos transitados. Los Rojos
le ayudaban a escapar de la muerte, le daban refugio y compaña. Compartían
vivencias, fatigas, ilusiones y sueños, aunque sabían que todo había cambiado
radicalmente y era imposible volver, a corto plazo, a una época como la que la
guerra había destruido. De vez en cuando, el Jardinero iba a las casillas de amigos
suyos que vivían en el campo a informarse de la situación global de la zona y
de los rumores que sobre él había, pero sobre todo para saber sobre Ana
Rosario. No amenazaba a nadie, no pedía nada, y siempre comentaba que solo
pasaría por allí ese día, que nunca más lo verían hasta que no pasara todo
esto. Él no quería poner en riesgo la vida de nadie. Él era un hombre bueno. Y
eso todos lo sabían.
Una mañana, la Guardia Civil
llegó a casa de Ana Rosario, la llevaron a la plaza del pueblo junto con otras
mujeres, todas ellas esposas o novias de hombres que habían luchado en el
Frente. Una vez allí, un grupo radical de fascistas les raparon la cabeza y las
pasearon por todo el pueblo para ridiculizarlas. Después las llevaron al
ayuntamiento, donde las torturaron para que informaran el lugar donde estaban
escondidos sus novios y maridos. El cabecilla del grupo abofeteó a Ana Rosario que,
con un ojo morado y la mejilla ensangrentada, dijo que jamás colaboraría, que
su dignidad estaba por encima de todo, que prefería morir a colaborar con los
fascistas.
Esa misma noche, tras el
revuelo acaecido, José Joaquín entra en el pueblo. Deambula por las calles más
oscuras y se dirige a la taberna de El Alpargatas, una tasca que se encuentra
en una calle estrecha a las afueras del pueblo donde se reúnen,
clandestinamente, algunos amigos de El Jardinero a escuchar a La Pasionaria en
Radio Pirenaica. Una calle adoquinada, donde las farolas desprenden una luz muy
tenue, le lleva hacia su destino. Cuidadosamente para no ser visto, entra en el
tugurio, pide una botella de vino pistraque, suelta en el mostrador tres
conejos que había cazado con los lazos y pide que los guise para comérselos
entre los que allí había. Sus amigos le sugieren que no aparezca por allí en un
tiempo, ya que puede buscarse una ruina. El Alpargatas le dice que se tiene que
ir, que siempre tendrá su ayuda, pero que corren tiempos difíciles donde
vigilan cualquier movimiento, que la vida corre peligro para todo aquella
persona de la que haya indicios de contacto con El Jardinero. Él les comenta
que ya lo tiene decidido, que se va del pueblo, que se despide por una
temporada, que emigra a Barcelona y que antes de irse le quería dejar una carta
a El Alpargatas para que se la lea a los amigos cuando lleguen a la taberna. Le
pide este favor ya que era el único amigo que recordaba supiera leer.
Durante varios días esa
carta era la comidilla en el pueblo entre sus más íntimos, que guardaban el
secreto como si la vida les fuese en ello… y realmente les iba. Todos querían
escuchar lo que allí ponía. Una noche, después de haber escuchado pasar al
sereno por la calle, quedaban reunidos varios amigos allí en el bar, eran sobre
las once y media y el Alpargatas comienza a leer.
Queridos amigos:
Seré muy breve. Me voy
por un tiempo. No quiero morir, pero no me malinterpretéis, no le temo a la
muerte si con ella se consigue recuperar lo que era nuestro. Me voy porque no
quiero ver sufrir los continuos ataques que está padeciendo Ana Rosario, por
los que algún día me veré obligado a matar a alguien… y no quiero manchar mis
manos de sangre sucia e indecente. Solo si me veo obligado llegaría a hacerlo,
pero os aseguro que no me temblaría el pulso. Me marcho porque aquí no hay nada
que me aliente a seguir, porque es difícil luchar contra los elementos. Es
imposible vivir a escondidas eternamente, huyendo cuando no he hecho nada malo,
cuando soy yo quien debería buscar a los culpables para ajusticiarlos y no
ellos a mí. Yo no soy un asesino, yo no privo a nadie de libertad, yo no
impongo mis ideales y creencias, yo no niego a nadie sus derechos civiles ni
humanos. Mi mente siempre os tendrá
presentes y mi espíritu siempre estará con vosotros, aquí o donde vayáis. Algún
día nos volveremos a ver, espero que sea pronto y sobre todo en otras
condiciones más favorables.
En ese momento llaman a
la puerta. El Alpargatas esconde la carta, eran cuatro fascistas del pueblo que
vienen armados buscando al Jardinero… pero, otra vez, la suerte le había
sonreído y había sorteado a la muerte. La ha tenido cerca, pero parece que
todavía no es su hora.
José Joaquín y Ana
Rosario han emigrado a Barcelona, una ciudad lo suficientemente grande donde
pasar desapercibido, aunque nunca dejarán de realizar actos por recuperar la
democracia y los derechos de los que habían disfrutado no hace mucho tiempo.
Ambos asisten a numerosas reuniones clandestinas, viajan a Francia sirviendo de
mensajeros para familiares de exiliados y ponerlos en contacto con ellos… Un
afán de lucha y un sentido de la dignidad increíble, aun a sabiendas que la
muerte les acecha. Pero eso es lo que sienten, lo que han mamado y su único
objetivo. Dos jóvenes que luchan por un sueño a pesar de las circunstancias.
Así pasarían toda la época del franquismo.
Año 1975. Ana Rosario ya
ha cumplido 54 años y José Joaquín pasa de los 55. Ahora alientan a jóvenes a
que luchen por recuperar algo que perdieron hace muchos años. Asisten a charlas
en sedes encubiertas de partidos políticos de izquierdas, sus hijos son
partícipes en numerosas revueltas en Barcelona en la época de la transición. Se
nota que han heredado esa ambición que tuvieron sus padres. Ven cómo el país
cambia radicalmente en poco tiempo, pero al contrario a como lo hizo 36 años
atrás. Muchas cosas por pulir, muchos cabos atados por el régimen franquista
presentes en las nuevas leyes, pero al fin habían conseguido recuperar una
ínfima parte de lo que les quitaron, que fue mucho. Todavía quedan secuelas,
pero sus hijos y nietos iban a poder disfrutar de una vida digna y todo gracias
a la lucha de gente que murió en el intento, de personas que nunca disfrutarían
de ello, de seres humanos que pedían justicia y libertad, aunque solo fuera
para sus descendientes.
Al cabo del tiempo,
cuando se normalizó la situación, Ana Rosario volvió a ser La Costurera y José
Joaquín volvió a ser El Jardinero. Regresaron al pueblo del que nunca quisieron
salir, donde eran alguien, donde quedaron tantos recuerdos, tantos amigos y
familiares. Ese lugar donde estaban sus raíces, pero al que seguramente sus
frutos, sus hijos y nietos, no volverán salvo en vacaciones a visitarlos. La vida
ha sido injusta con ellos, como con tantos otros porque la guerra no es buena
para nadie, pero mucho menos para los que la pierden.
Hoy un día cualquiera
pasada más de una década del S.XXI, como tantos días ya, José Joaquín, mientras
cena, está escuchando “El Parte”, así le gusta llamar al Telediario, donde solo
aparecen noticias manipuladas que ofrecen los medios de comunicación. Con
resignación mira a Ana Rosario, apaga el televisor y exclama ¡a mí no me
engañan estos! ¡Solo faltaría que nos pusieran el NODO! Coge su bastón, se va
hacia su habitación, dirige su mirada a una vieja radio que conserva desde hace
muchísimos años y piensa ¡Qué pena que no haya hoy día un canal de Radio
Pirenaica donde poder escuchar a alguna
Pasionaria en estas noches tan frías! Mientras se desviste, acaricia la
cicatriz de su hombro y recuerda otras épocas donde perdió todo lo que tenía,
su libertad de expresión, sus derechos, sus ilusiones. Se le viene a la mente
aquella noche en la que pudo haber muerto y se le pasan por la cabeza todas las
penurias que sufrió en sus carnes durante cuarenta años, en los que no había ni
un solo día en el que soñara que todo cambiaría. Luchó en la guerra, con apenas
veinte años, defendiendo la libertad y la perdió; luchó en la transición, pasados
los cincuenta y cinco, para recuperar lo que era suyo. Hoy, con más de noventa
y cuatro años, no tiene fuerzas para luchar. Desearía ser ese chaval con veinte
años y salir a la calle a defender sus derechos, incluso arriesgando su vida,
si fuese necesario, pero sabe que solo le queda el espíritu de lucha; su
cuerpo, marcado por el tiempo, no le acompaña. Se tiende en la cama y dos
lágrimas le recorren el rostro. No quiere morir viendo a su familia en esta
situación y sabe que le queda poco de vida. Ana Rosario también se acuesta.
José Joaquín le pregunta ¿qué hemos hecho mal los de nuestra generación para
haber recibido esta vida tan dura? ¿Qué hemos hecho mal los de nuestra
generación para que, en una misma vida, volvamos a ver los mismos ideales que nos
sumieron en una dictadura, y además, habiendo ganado ese derecho en las urnas?
Ana Rosario le responde: Nuestra vida ha sido muy dura, pero tenemos la
satisfacción de que nuestros nietos pudieron estudiar, tuvieron desde que
nacieron una sanidad pública y unos privilegios que solo en nuestros sueños
podríamos haber visto. Y yo lo que me pregunto es ¿Qué hemos hecho mal los de
nuestra generación para que la juventud de hoy no tenga nuestro espíritu de
lucha?¿Qué hemos hecho mal para que no luchen, si las condiciones en las que lo
harían son mucho más seguras para su integridad que en nuestra época? Solo el
tiempo lo dirá, aunque me temo que sea demasiado tarde y no podamos verlo.
José Joaquín era un
jardinero de sueños, también pudo ser un pintor de esperanzas. Ana Rosario fue
una costurera de finos bordados de ilusión, quizás una poetisa de la vida. No
existieron como tal, pero representan a muchos otros que sí vivieron, lucharon,
incluso perecieron por la causa… y yo quiero luchar por “El Jardinero” y “La
Costurera” que llevo dentro.
En homenaje póstumo a mis
abuelos paternos José y Rosario y maternos Joaquín y Ana.