Las últimas lluvias mojaron los caminos polvorientos y empaparon
los campos con su húmedo sentir. La última savia que fluyó por las plantas creó
en los árboles vestigiales anillos interiores con los que, algún día, un leñador
contará las primaveras durante las que hubo vida en ese ser. Los amargos
espárragos y las frescas setas dejaron de brotar en los terrenos de jaras y
jaguarzos, en las dehesas de alcornoques y encinas, donde aún quedan algunas
mariposas revoloteando.
Los calurosos días van creciendo y las noches de agradable
brisa se acortan, el solsticio de verano apunta en una fecha no tan lejana; las
tardes sombreadas al crepúsculo llenan las plazas y calles de gente cuando las
sobrevuelan las golondrinas (junto con aviones y vencejos), que han vuelto, pero quién sabe, como escribió Bécquer, si
fueren los de otros años. Sus terrosos nidos adornan balcones, cornisas, casas
derruidas y el bello campanario que refleja los últimos rayos de sol. Es la
hora donde los corcheros amuelan sus hachas con sus asperones, preparando su
herramienta para la jornada próxima y cuando los hortelanos acaban de regar sus
huertos, repletos de armazones de caña para las tomateras y surcos con matas de
pimiento, berenjena, calabacín… nuestra dieta rural de cada verano.
Los caracoles trepan por las paredes, se asoman por las
tapias de los cercados y muestran al sol sus cuernecillos que relucen por la
húmeda baba que los recubre. Arrastran su daliniano hogar, una concha de
silueta espiral que parece emerger de un único punto y que aumenta su tamaño en
cada ciclo… Se alimentan del pastizal, ya seco, y por desgracia para ellos y
suerte para otros, colmarán las cazuelas de las casas, las ollas de las tabernas.
Aromas a hierbabuena, ajo, guindilla y especias. Época que se espera impaciente
y que nostálgicamente añoramos cuando se va, la época conocida por ese
animalillo que se ofrece al sol al finalizar las lluvias previas al estío.
Y una cigüeña campa erguida sobre una pata en la chimenea de la antigua fábrica de sulfuro…
El día de San Pedro se acerca, el recinto se llena de
atracciones, empiezan a montarse las casetas, huele a feria en mi pueblo, y los
puestos de turrón me traen aromas de niñez… y una sonrisa aparece en mi cara,
quisiera ser niño otra vez para montar el caballito de un carrusel y, al cerrar
los ojos, poder cabalgar al lugar más bello de mis recuerdos.
Estaré loco o seré un soñador, melancólico de un tiempo
pasado tal vez, pero percibo en esta época del año otros colores en el cielo, noto
otros tonos en el ambiente, reconozco este tiempo con simplemente observar la
caída de la tarde y transportándome al mismo espacio en otro tiempo cuando,
finalizado el periodo escolar, correteaba por plazoletas y callejuelas jugando
con mis amigos, cuando contaba los días que faltaban para que el pueblo se engalanara
y poder abrir mi alcancía, repleta de chatarra, y poder recontar el dinero que
había estado reservando durante todo el año, el que me haría disfrutar durante
cuatro mágicas noches.
Todas las épocas del año tienen su encanto, y a todas le
encuentro una belleza con la que disfrutar, pero el tiempo de los caracoles es el
más bonito para mis sentidos, que fueron educados en ese rincón que celebra sus
fiestas al inicio del verano, esa lapso de tiempo que vuelve cada año y
despierta la pasión de los más pequeños del lugar. Y también de los mayores que
esperan su comida en la inauguración de las fiestas, donde la tercera edad
cena, disfruta de sus vivencias y luego da paso a la juventud hacia una explosión
de júbilo y ellos se retiran para descansar. Mayores que desenvuelven sus
pañuelos y regalan a sus nietos con misterio el dinerillo de su última paga, esos
que pasean con su garrotillo y que, con ojos vidriosos, observan a sus nietos y recuerdan, de otros tiempos, de
otras ferias, el caballo de cartón que nunca pudieron montar o el dulce de
algún puestecillo que nunca pudieron saborear y desean que sus nietos lo
celebren como lo que es, la mejor fiesta del año. Unos recuerdos que parecen
emerger de un único punto, su niñez y que crecen en cada ciclo anual, esta es, metafóricamente,
la espiral de la vida.
Y yo disfruto como un niño porque, aunque jamás volveré a ser
un crío, esa época siempre tendrá un toque infantil en mi corazón.
Hola Alfred:
ResponderEliminarDesconocía plenamente esta faceta tuya de escritor, artista, filósofo de lo cotidiano... seguiré tus artículos, ánimo con ello.
Un fuerte abrazo.
Jose Mª Reyes
Muchas gracias Jose, este es otro de los hobbies que me entretiene en mi tiempo libre. Un abrazo campeón.
ResponderEliminarDe puta madre primo, escrito a la perfección. Conseguiste acercarme a aquellos años de la infancia que tanto se añoran.
ResponderEliminarNos vemos en la feria, que hay ganas ya de una birra contigo.
Pablo
Me alegro primo que te haya gustado... a mí estos temas me encantan y esta época en particular. Se echa de menos cuando uno vive fuera del pueblo, porque es una época preciosa. He intentado describirlo lo mejor posible, lo mejor que he sabido.
EliminarEn la feria nos vemos y echaremos un rato, que ya va tocando.