sábado, 3 de noviembre de 2012

Otoño...


El estío da sus últimas bocanadas, se resiste a abandonar el panorama temporal, al cambio meteorológico, el veranillo de San Miguel, conocido también por ser la época cuando maduran los membrillos, deja con su soplo caluroso un alargue del verano, aun cuando el equinoccio ya pasó, haciendo interminable la época estival.

Pero irremediablemente la conjunción del movimiento de traslación y la inclinación respecto a la eclíptica de La Tierra nos lleva al otoño, bueno, a nuestro otoño, el otoño del hemisferio norte. Desde nuestra posición en la superficie terrestre puede que no percibamos giros (quizás estos sí, con el día y la noche), traslaciones ni inclinaciones de nuestro planeta, pero los ciclos biológicos se ven afectados, la naturaleza intrínseca de seres vivos e inertes se altera continuamente, ya las noches comienzan a ser más agradables, las madrugadas nos regalan el rocío sobre la hierba que reverdece. Y en la sierra, la variedad de pigmentos en las plantas, con esos tonos pardos, marrones, anaranjados, ocres…, el musgo sobre las rocas, las formas y colores de las nubes sobre el cielo, el olor de la tierra mojada a causa de las primeras lluvias, la dirección del vuelo de las aves migratorias, los atardeceres de berrea de los ciervos… todo, si es mirado atentamente, va cambiando de parecer, muta hacia ambientes más fríos, hacia periodos de mayor perturbabilidad meteorológica.



Se recolectarán frutos como las dulces castañas o las verdes aceitunas que se aliñarán con ajo, sal, vinagre y las hierbas aromáticas que nos ofrece la tierra, como el orégano o el hinojo.

Los riachuelos comienzan levemente a resurgir, las corrientes van limpiando sus lechos, se enturbian, pero al final acabarán con aguas cristalinas, aunque densas, de un azul violáceo, y un monótono fluir, de agradable sonido, que transmitirán ese gélido frescor tan característico y un ambiente de tranquilidad, como es en sí mismo la época otoñal.

Al despertar el día, una leve niebla cae sobre el pueblo, las chimeneas humean, todavía están encendidas las farolas cuya luz crea un aura en el vapor de agua suspendido. Las tabernas sirven café, coñac y aguardiente en una mañana sabatina ideal para recolectar setas. El paseo matutino se hace apacible, en cualquier lugar puede estar el tesoro buscado, entre la hojarasca, en el tronco podrido de un chopo o al borde de alguna vereda.



Junto a un antiguo caserón que derruido permanece sobre una colina, los higuerones que emergen de sus paredones de tierra han perdido sus hojas que yacen sobre el suelo colindante. Al borde de un camino, el viejo algarrobo va dejando caer sus vainas ya secas, y en la ribera, un granado y varios membrilleros nos ofrecen sus frutos, las granadas, lisas, brillantes, con su corona característica, tiñen de rojizo al arbusto que las alberga y los membrillos, aterciopelados, tornarán de un tono amarillento los verdes árboles que los sostienen. Ambas frutas, veneradas por distintas culturas a lo largo de los siglos, nos darán sabor en nuestros postres y olor en nuestras casas, un otoño más.


De camino a casa, en la dehesa, se encuentran los cerdos disfrutando de las primeras bellotas y los troncos de los alcornoques, que habían quedado de un color claro tras la última saca de corcho, se muestran más oscurecidos. Mientras tanto, los zorzales caen en picado hacia su refugio en los montes de matorral siempreverde, de jara, de charneca  (lentisco), de tomillo, de romero, de jaguarzos negro, blanco y moruno (morisco).

Al llegar de nuevo al pueblo, siguen humeando las chimeneas, se ven algunas compuertas que resguardan de la lluvia los zaguanes de las casas y nos van seduciendo los olores a faisanes fritos, a chacinas y carnes a la brasa y a migas serranas.


El otoño ha llegado, la sierra se torna gris, húmeda y fría. La ropa de camilla vuelve a vestir las mesas de las casas y los recuerdos de cuando era un niño me vienen al ver a una anciana preparando una copa con cisco y rescoldos del día anterior. Ya quedan pocas, casi ninguna, una tradición que se va perdiendo, como tantas otras. Las tardes se hacen cada vez más cortas. Habrá quien recuerde el verano con nostalgia, y habrá quien espere la primavera con deseo, por el contrario, también habrá los que sepan disfrutar de esta época tan hogareña que fortalece los vínculos familiares… porque disfrutar cada estación del año es vivir cuatro veces más, es sentir cuatro sensaciones placenteras en cada ciclo anual y es, en esencia, aprovechar cada momento de la vida tal y como se nos presenta.

El otoño ha vuelto un año más, y tiene su encanto, aprovechemos lo que nos brinda antes que el ineludible cambio climático acabe con él y pase a ser, como aquella copa de carbón vegetal que las mujeres preparaban en el umbral de las casas, un simple recuerdo al que añorar.

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