El estío da sus últimas
bocanadas, se resiste a abandonar el panorama temporal, al cambio meteorológico,
el veranillo de San Miguel, conocido también por ser la época cuando maduran
los membrillos, deja con su soplo caluroso un alargue del verano, aun cuando el
equinoccio ya pasó, haciendo interminable la época estival.
Pero irremediablemente la
conjunción del movimiento de traslación y la inclinación respecto a la
eclíptica de La Tierra nos lleva al otoño, bueno, a nuestro otoño, el otoño del
hemisferio norte. Desde nuestra posición en
la superficie terrestre puede que no percibamos giros (quizás estos sí, con el
día y la noche), traslaciones ni inclinaciones de nuestro planeta, pero los
ciclos biológicos se ven afectados, la naturaleza intrínseca de seres vivos e
inertes se altera continuamente, ya las noches comienzan a ser más agradables,
las madrugadas nos regalan el rocío sobre la hierba que reverdece. Y en la
sierra, la variedad de pigmentos en las plantas, con esos tonos pardos,
marrones, anaranjados, ocres…, el musgo sobre las rocas, las formas y colores
de las nubes sobre el cielo, el olor de la tierra mojada a causa de las
primeras lluvias, la dirección del vuelo de las aves migratorias, los
atardeceres de berrea de los ciervos… todo, si es mirado atentamente, va cambiando
de parecer, muta hacia ambientes más fríos, hacia periodos de mayor perturbabilidad
meteorológica.
Se recolectarán frutos
como las dulces castañas o las verdes aceitunas que se aliñarán con ajo, sal,
vinagre y las hierbas aromáticas que nos ofrece la tierra, como el orégano o el
hinojo.
Los riachuelos comienzan
levemente a resurgir, las corrientes van limpiando sus lechos, se enturbian,
pero al final acabarán con aguas cristalinas, aunque densas, de un azul
violáceo, y un monótono fluir, de agradable sonido, que transmitirán ese gélido
frescor tan característico y un ambiente de tranquilidad, como es en sí mismo
la época otoñal.
Al despertar el día, una
leve niebla cae sobre el pueblo, las chimeneas humean, todavía están encendidas
las farolas cuya luz crea un aura en el vapor de agua suspendido. Las tabernas
sirven café, coñac y aguardiente en una mañana sabatina ideal para recolectar
setas. El paseo matutino se hace apacible, en cualquier lugar puede estar el
tesoro buscado, entre la hojarasca, en el tronco podrido de un chopo o al borde
de alguna vereda.
Junto a un antiguo
caserón que derruido permanece sobre una colina, los higuerones que emergen de
sus paredones de tierra han perdido sus hojas que yacen sobre el suelo
colindante. Al borde de un camino, el viejo algarrobo va dejando caer sus
vainas ya secas, y en la ribera, un granado y varios membrilleros nos ofrecen
sus frutos, las granadas, lisas, brillantes, con su corona característica,
tiñen de rojizo al arbusto que las alberga y los membrillos, aterciopelados,
tornarán de un tono amarillento los verdes árboles que los sostienen. Ambas
frutas, veneradas por distintas culturas a lo largo de los siglos, nos darán
sabor en nuestros postres y olor en nuestras casas, un otoño más.
De camino a casa, en la
dehesa, se encuentran los cerdos disfrutando de las primeras bellotas y los
troncos de los alcornoques, que habían quedado de un color claro tras la última
saca de corcho, se muestran más oscurecidos. Mientras tanto, los zorzales caen
en picado hacia su refugio en los montes de matorral siempreverde, de jara, de charneca
(lentisco), de tomillo, de romero, de jaguarzos
negro, blanco y moruno (morisco).
Al llegar de nuevo al
pueblo, siguen humeando las chimeneas, se ven algunas compuertas que resguardan
de la lluvia los zaguanes de las casas y nos van seduciendo los olores a
faisanes fritos, a chacinas y carnes a la brasa y a migas serranas.
El otoño ha llegado, la sierra
se torna gris, húmeda y fría. La ropa de camilla vuelve a vestir las mesas de
las casas y los recuerdos de cuando era un niño me vienen al ver a una anciana
preparando una copa con cisco y rescoldos del día anterior. Ya quedan pocas, casi ninguna, una tradición que se va perdiendo, como tantas otras. Las tardes se hacen cada
vez más cortas. Habrá quien recuerde el verano con nostalgia, y habrá quien
espere la primavera con deseo, por el contrario, también habrá los que sepan disfrutar
de esta época tan hogareña que fortalece los vínculos familiares… porque
disfrutar cada estación del año es vivir cuatro veces más, es sentir cuatro
sensaciones placenteras en cada ciclo anual y es, en esencia, aprovechar cada
momento de la vida tal y como se nos presenta.
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